Debo confesar la verdad. La noche del pasado 8 de mayo asistí a la Ola Azteca con ánimo crítico y dispuesto a demoler por escrito cuanto viera por ahí. Pensé que no me costaría trabajo. Después de todo, estaba convencido (y lo sigo estando) de que era una burda maniobra de Televisa para seguir manejando a su antojo al llamado rock nacional; una forma de continuar lo que ha hecho, al utilizar en su programación mediatizadora a grupos como La Maldita Vecindad, Café Tacuba, Caifanes, Rostros Ocultos y demás. Con la “Ola roquera”, el monopolio de la televisión se presentaba como impulsor del movimiento musical de los jóvenes roqueros (que no rocanroleros: hay notables diferencias de significado entre ambos términos), muchos de los cuales, me consta, creen en la sinceridad y las buenas intenciones del monstruo. “Lo importante es que existan foros para tocar”, dicen los músicos, y poco les interesa vender su alma al diablo con tal de gozar de quince minutos de fama. Lo importante no es el trabajo creativo, la labor verdaderamente artística, sino el hecho de ser difundidos a como dé lugar, no importa que sea en Siempre en domingo, Mi barrio o cualquier otra mierda. ¿Ideología? ¿Principios? ¡Maestro, estamos en otros tiempos! Es la era del liberalismo social, la era del cinismo.
Pero volvamos a la noche del sábado 8 de mayo. Desde que entré al Estadio Azteca, sentí el clásico ambiente policiaco-represivo que distingue a los espacios dominados por Televisa. Gente de seguridad, guaruras disfrazados de guaruras, granaderos; miradas torvas, desconfiadas.
En el escenario, un grupo llamado La Candelaria que, más que música, hacía dengues y gestos “prendidísimos” que dejaban a la gente impávida (menos mal). Luego vino Insignia, cuarteto muy joven y con una propuesta mucho más interesante que la de sus antecesores. Sin embargo, mi interés –y el de la mayoría de los asistentes– era ver a Santa Sabina (en mi caso, porque nunca los había visto en persona). Vino entonces lo inesperado...
Después de haber visto en otras ocasiones a vacas sagradas como La Maldita y Caifanes, llevándome sendas decepciones por la pobreza de sus actos, ver a Santa Sabina resultó una sorpresa agradabilísima. He aquí una propuesta artística original y rica en matices, con composiciones interesantes y muy bien ejecutadas por cuatro músicos espléndidos. La banda crea atmósferas oníricas y estrambóticas que son aprovechadas a la perfección por la presencia más impactante y la mejor voz del rock nacional: Rita Guerrero. A pesar de su corta estatura, Rita crece en el escenario, se adueña de él y lo utiliza a su antojo. Su dominio del público es impresionante. De pronto (y no exagero), uno de ve metido en una experiencia mística de la que resulta imposible escapar. Rita posee un manejo de la mirada, el rostro y el cuerpo que la transforma en una hechicera. En ella hay, por fin (al igual que en sus compañeros), una manifestación musical realmente rocanrolera, de una finura excepcional y hasta insólita dentro del medio en que se mueve.
Rita y Santa Sabina se han salvado hasta ahora (supongo que por sus convicciones y no por falta de ofertas) de caer en el mercantilismo fácil de otros. Ojalá sigan por ahí, caray.
(Publicado en mi columna “Bajo presupuesto” de la sección cultural del diario El Financiero, el 21 de mayo de 1993)
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