jueves, 26 de diciembre de 2013

Natasha (historia de una foto)

Natasha y Sergio, octubre de 1968.
En 1968, la mejor gimnasta del mundo era la checoeslovaca Vera Caslavska. Sin embargo, la consentida de todos era una preciosa y pequeñita rusa llamada Natasha Kushinskaya. Ambas llegaron a nuestro país a fines de septiembre de aquel trágico año, para participar en los Juegos Olímpicos México 68, y ambas se alojaron en la Villa Olímpica, en Tlalpan.
  Por aquel entonces, mi hermano Sergio tenía veintitrés años y había estado muy metido en el movimiento estudiantil, hasta que supo que Natasha se encontraba viviendo a escasos kilómetros de su departamento, ubicado en Lomas de Plateros, en Mixcoac. Miles de mexicanos estaban enamorados de la atleta soviética, pero él tenía que conocerla y como hacía cada vez que se proponía algo, lo logró.
  Enfundado de traje y corbata y armado con su cámara de Super-8 y una Instamatic de Kodak, se dirigió a la Villa Olímpica sin saber si lo dejarían pasar y quiso la suerte que los guardias de la entrada lo confundieran ¡con Jacobo Zabludovsky!, le dieran su gafete y le franquearan el paso. Una vez adentro, no sé cómo fue que dio con la delegación de la URSS, pero el caso es que lo hizo y consiguió no sólo acercarse a la Kushinskaya, sino hacerse su amigo y empezar a visitarla casi todos los días. Además, se hizo cuate de varios miembros de dicha delegación, quienes le obsequiaron una chaqueta roja con la leyenda CCCP y con ella pudo hacerse pasar por ruso y entrar a la Villa cuantas veces quiso.
  Uno de esos días, llevó a nuestro primo Gilberto Verduzco Michel, quien tenía todo el tipo de galán de cine francés y logró impresionar a Natasha, tan fuertemente que en cierta ocasión la sacó de ahí y la llevó a comer al Sanborns de San Ángel, donde algún periodista les tomó fotos que salieron en el periódico. Nunca supe si Sergio se sintió celoso por ello.
  El 2 de octubre de aquel 1968, Sergio supo que habría un mitin en la Plaza de las Tres Culturas y tenía todas las intenciones de ir. Pero también quería ver a Natasha y de última hora, su platónico enamoramiento (hay que decir que para ese entonces llevaba dos años de casado y ya tenía a sus dos hijos: Enrique Alejandro, de un año y medio, y Viridiana, de escasos seis meses de edad) lo llevó a la Villa Olímpica en lugar de al lugar donde esa tarde sería masacrada tanta gente. Su amor por la hermosa rusita lo salvó de estar en aquel infierno. Fue algo providencial. Un milagro de la divina Natasha.