Hay sustancias que enajenan. Hay sustancias que alejan y
sustancias que acercan. Las hay que nos brindan instantes de euforia y luego
nos arrastran a niveles indecibles de depresión. Otras sólo nos oscurecen, nos obnubilan,
nos ciegan, nos hacen evadirnos de todo aquello que odiamos, que no soportamos.
Hay algunas
que resultan inocuas, las hay que se vuelven inicuas. Artificios son y como tal
nos servimos de ellas para evitar la realidad, para olvidarla, para fingir que
no existe, para hacernos la ilusión de que esa realidad real no es tal sino una
ilusión también: una ilusión ilusoria que nos lleva a otra y a otra y a otra
más. A veces, casi siempre, regresamos al punto inicial y sobreviene la cruda,
física o moral, física y moral. Otras, nos quedamos, como dirían los clásicos
sesenteros, en el viaje.
El
enamoramiento no es una sustancia. No lo es en sentido estricto. Pero produce
sustancias (de un tiempo para acá se habla de feromonas, testosterona,
dopamina, oxitocina y algunas otras de origen químico) que nos pueden
trastornar tanto o más que una droga. El enamoramiento suele ser como una venda
en los ojos que al no permitirnos ver la realidad de otra persona, nos lleva a
crear todo un mundo fantasioso alrededor suyo. Debido a ese enamoramiento,
literalmente inventamos al otro o la otra. Le creamos una especie de universo
paralelo. Comenzamos a llenarla de cualidades que quizá sólo tenga en pequeñas
cantidades o de las cuales de plano carezca. La embellecemos y con ello nos
embelezamos. La santificamos y con ello la veneramos. La endiosamos y con ello
la adoramos. Ciegos, sordos y mudos, empezamos a confundirlo todo. No importa
si esa persona nos corresponde de una u otra manera; aun así, la seguimos
llenando de adornos. Pero en caso de que no exista alguna correspondencia, si
la deidad que nos ha deslumbrado con sus encantos nada quiere con nosotros, la
ceguera se hace más aguda y nuestra dependencia emocional se muestra en todo su
patetismo.
Mi nombre
es Arturo y soy un adicto al enamoramiento. Estoy aquí porque no sé a dónde ir.
He visto muchos lugares donde se reúnen los llamados alcohólicos anónimos. Los
doble A, como les dicen. También hay sitios para los neuróticos y hasta para
los que sufren de adicción al sexo. Pero a los enfermos de enamoramiento nadie
nos ve como tales. Al menos hasta donde tengo entendido. Si nuestra obsesión
amorosa llega muy lejos y empieza a causar daño, a nosotros mismos o a
terceros, se nos encauza hacia el consultorio de un psicólogo o, en el peor de
los casos, de un psiquiatra, quien nos llena de medicamentos que supuestamente
nos curarán de nuestro mal. Pero no hay manera de llegar a alguna casa, entrar
a un salón en el que haya reunidos algunos y algunas semejantes, pararse ante
ellos y decir: mi nombre es Arturo y soy un adicto al enamoramiento.
Dije
enamoramiento y no amor. Tengo muy claro que se trata de dos conceptos no sólo
diferentes, sino incluso contradictorios. Ni siquiera los veo como caras de una
misma moneda. No. Después de haber pasado por varias experiencias de
enamoramiento, estoy convencido de que el uno y el otro nada tienen que ver. El
enamorado no ama. Puede apasionarse, conmoverse, derretirse, sufrir, gozar,
entusiasmarse, deprimirse, ir de la felicidad más exultante a la tristeza más
miserable…, pero jamás llega a amar. Ni siquiera a sí mismo.
¿Cómo?
¿Dice que no me entiende, que estoy hablando tonterías? Permítame y le cuento…
Durante más
de siete años, estuve profundamente obsesionado con una mujer bastante más
joven que este a quien ve frente a usted. Yo decía estar enamorado de ella.
Ahora sé que no era así. Al principio todo era hermoso, ella correspondió a mis
afectos y de alguna manera fuimos eso que los convencionalismos sociales
denominan novios. No obstante, diversos factores determinaron que se fijara en
otra persona y decidiera dejarme. Ese fue el comienzo del infierno, un infierno
enajenado, alucinado, espantoso.
Como si
hubiese yo consumido algún estupefaciente, entré en un estado obsesivo que me
hacía interpretar la realidad a mi conveniencia y manipularla de un modo
tramposo. Pero yo no me daba cuenta de ello, no lo razonaba. Bueno, sí lo
razonaba pero a base de sinrazones. Pensaba que ella no sabía lo que estaba
haciendo al dejarme, que yo era el único hombre que le convenía y que cualquier
otro que se le acercara sólo era para engañarla y engatusarla. A todos sus
amigos y, peor aún, a sus pretendientes, los veía como rivales, como mortales
enemigos; me parecían unos patanes cuyo único destino merecido era el de su
desaparición de la faz de la Tierra.
Todo
hubiera estado bien o cuando menos no habría sido tan malo, si me hubiese
quedado con esos sentimientos para mí solo. Sin embargo, no fue así. Ebrio de
celos y de rencor, comencé a mostrarlos de manera abierta y empecé a acosar a
aquella joven que lo único que quería era que siguiéramos siendo amigos. Mas la
palabra “amigos” me resultaba horrenda. Me parecía como un dique que yo no
podía traspasar, una cerca que mantenía a “mi amor” fuera de alcance.
Desprecié
entonces la posibilidad de ser su amigo y la presioné como un loco, sin medir
consecuencias, persuadido en forma por demás delirante de que ella era mía y
que no podría ser de alguien más.
En ese
estado de enajenación absoluta permanecí a lo largo de seis largos años.
Sufrí, la hice sufrir, reñí con ella, conseguí que me llenara de improperios y
dejara de hablarme. Yo que hacía todo “para acercarla”, terminé por alejarla en
definitiva. Pero no me daba cuenta de lo mal que estaba. Seguía convencido de
que la razón se encontraba de mi lado y de que tarde o temprano aquella mujer
se daría cuenta de lo mucho que yo le convenía y terminaría por regresar a mi
lado.
¿Cómo es
que ahora puedo razonar las cosas de diferente modo? ¿De qué manera me di
cuenta de lo mal que estaba o, como se dice por ahí, en qué momento me cayó el
veinte? La verdad es que no lo sé. Yo lo atribuyo a una especie de milagro,
porque así fue de repentino e inesperado. De pronto me vino la luz y pude salir
de mi estado alucinado.
Hoy sé que
lo que sentía por ella no era amor. Porque cuando uno ama, lo que más debe
importarle es la felicidad de la otra persona y lo que menos procuré fue su
dicha y sí, en cambio, le propiné muchos momentos infelices. Me justificaba con
mi enamoramiento, pero no había tal y si lo había, entonces ese concepto sólo
podía equivaler a obsesión, a una obsesión enferma y dañina para todos los que
me rodeaban. Porque durante ese tiempo, hablaba con mucha gente y con toda ella
me presentaba siempre como la víctima, como el pobre hombre enamorado a quien
una mujer ciega no veía como al sujeto ideal y perfecto. Muchos me seguían la
corriente. Tal vez para no meterse en problemas conmigo o porque les divertía
mi patetismo. Así de bajo caí en el falso nombre del amor.
Hoy puedo
decir que soy otro, un hombre nuevo, un ser humano distinto. La vida de golpe
se me aclaró y mi visión de las cosas cambió en una forma que podría calificar,
beatlescamente, como de mágica y misteriosa. Ahora veo todo con una
transparencia que cómo lamento no haber tenido antes, no haber tenido siempre.
Entonces miro a otros, miro a otras, y descubro que están sumergidos en el
mismo pantano dantesco en donde yo permanecí atascado durante larguísimos años.
Hablan conmigo y me dicen que están profundamente enamorados de equis persona y
que no saben qué hacer, porque el objeto de su enamoramiento se alejó de ellos.
Sienten que sus vidas no valen la pena y no hacen sino vivir enajenados en un
solo pensamiento que no les permite salir de sí mismos, que no los deja hacer
que su felicidad dependa de ellos y no de la otra persona. Viven en un averno
de celos, inseguridades, temores y de una bajísima autoestima. Sufren el amor
en lugar de gozarlo. Aunque en realidad no es amor lo que sienten. Es esa droga
feroz e implacable a la que llamamos enamoramiento, laboratorio de sustancias
perjudiciales y adictivas, fábrica de sentimientos negativos y destructivos,
maquiladora de odio sin fin: odio a los demás y, sobre todo, odio a uno mismo.
Es el amor
alucinado, el amor ficticio, el amor inexistente, la negativa misma del amor.
Una venda que pensamos imposible de arrancar de los ojos, de la mente, del
corazón y que, sin embargo, ¡es tan fácil de quitar! Lástima que nuestro
masoquismo nos lo impida.
2 comentarios:
Amar es para una cosa y se siente de una forma. Enamorarse es para otra cosa y se siente de otra forma. Ambas son divertidas, dolorosas y en ambas se pierde algo. Al final todo es un "para qué...".
Abrazos. Gracias!
¿Y entonces cómo sabré cuando sea amor? :( Me parece algo completa y absolutamente complejo...
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