A lo largo de más de veinte años, The Cure ha sido punto de referencia para comprender la historia del rock. Desde sus primeros balbuceos musicales a mediados de los setenta hasta la sofisticación conseguida durante las dos décadas siguientes, la agrupación lidereada por ese peculiar personaje que es Robert Smith logró lo que miles de bandas en el mundo anhelan y muy pocas consiguen: tener un sonido, un estilo y un sello propios.
The Cure supo combinar dos géneros en apariencia opuestos: el gótico y el pop. Por un lado estaba esa vena oscura, misteriosa, esa tendencia a lo tenebroso que resaltaba en la música de tonalidades menores, con ritmos lentos, armonías densas y melodías que enfatizaban lo dramático, así como en las letras desgarradas, suplicantes, en ocasiones crueles y sangrientas. Pero estaba también la otra parte, la ligera, la suave, la de colores más o menos claros y hasta luminosos, la de la música pop y sus convenciones, con estructuras ortodoxas que se traducían en bellas y sencillas canciones de amor. Entremezclar esas dos vertientes tan ajenas entre sí y dar nacimiento a un híbrido que, no obstante su inusual naturaleza, resultaba tan natural y sin artificios es el mayor mérito de este grupo inglés absolutamente sui generis.
Muchos fueron los cambios de alineación, los problemas internos, los escándalos, las depresiones, los odios, las pugnas que se dieron en el seno de The Cure. Sin embargo, consiguió mantenerse siempre presente, con una discografía fuera de serie y una profundidad artística que le aseguró para siempre un lugar destacado en el firmamento del rock.
(Prólogo que escribí para el No. 5 de los Especiales de la Mosca y que fue publicado el mes de noviembre de 2003, justo hace diez años).
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