domingo, 22 de julio de 2018

Picardía mexicana

Era el libro prohibido en mi adolescencia. Un libro que sólo podían leer los adultos y que, por supuesto, mis primos y yo leíamos a escondidas de nuestros mayores. Mis primos "de Toluca" (así les decíamos a los hijos de mi tío Luis –hermano de mi papá– y de su esposa, mi tía Albertina –la tía Betty, orginaria de Huitzuco, Guerrero–, mis primos Lupita, José Luis, Marco Antonio, Emiliano, María Fernanda, Carlos Alberto y Miguel Ángel García Ocampo), los tres mayores tenían un ejemplar y cuando mi primo Gustavo y yo íbamos de visita a la capital del Estado de México, una de nuestras actividades secretas era leer las páginas de aquel libro, cuando mis tíos no estaban en casa. Para no ser decubiertos, mis primos tenían un escondite para guardarlo: debajo del mueble-consola de la televisión, en el que había un hueco donde cabía el destartalado y manoseado volumen.
  Aquellas lecturas tempranas de Picardía mexicana, el mayor best seller de la literatura mexicana, escrito por el coahuilense achilangado Armando Jiménez (1917-2010), nos hacían reír sin parar con sus secciones sobre albures y mil cosas más (como el célebre "gallito inglés", las adivinanzas en tres actos, sus "no es lo mismo", los letreros en los camiones, los letreros en los baños, los nombres de los generales japoneses, etcétera), todo en doble sentido. No entendíamos en aquellos tiempos (yo tenía doce o trece años) que se trataba de una minuciosa recopilación y un gran estudio sobre la picaresca de los mexicanos y no le dábamos más valor que el de un libro exclusivamente para divertir. Hoy mi visión del mismo es muy otra y lo considero en todo lo que vale sociológica, antropológica, psicológica y culturalmente.
  Quiso la vida que tiempo después conociera a don Armando Jiménez, a principios de los años ochenta del siglo pasado, cuando trabajaba yo en Editorial Posada, la cual le publicó varios libros sobre aquel mismo tema de la picardía. Debo decir que el tipo no era del todo agradable, al menos con quienes trabajábamos en la editorial, a quienes trataba con sequedad y despotismo. Cuando llegaba para ver a nuestro jefe, don Guillermo Mendizabal, o a nuestro Director Editorial, Ariel Rosales, pasaba de largo sin saludar a persona alguna. Yo era editor de la revista Natura y recuerdo que un día irrumpió en mi privado, con unas hojas en la mano, y me dijo como quien dicta una orden: "Necesito copias de esto". Me cayó tan gordo su modo de pedir las cosas que le dije que yo no podía hacer eso y lo mandé con una de las secretarias.
  Pero se le perdona todo, por lo que significa su obra como escritor y recopilador y, muy especialmente, por su grandiosa Picardía mexicana.

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